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DÍA INTERNACIONAL DE LA BIBLIOTECA 24 DE OCTUBRE DE 2023

 DÍA INTERNACIONAL DE LA BIBLIOTECA 24 DE OCTUBRE DE 2023
Mar, 24/10/2023 - 10:02 Cultura

Pregón

Gabriel Moreno González
Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Extremadura
Siempre ha fascinado a los lectores de todos los siglos la decisión que toma Ulises, en la Odisea, de abandonar a la diosa Calipso para adentrarse en los peligrosos mares y regresar a su hogar, junto a Penélope y su perro Argos. Despreció la posibilidad de vivir sin preocupaciones, holgadamente, en el paraíso terrenal y al lado de una divinidad, y prefirió la existencia imperfecta, mortal, llena de privaciones y sufrimientos, de su querida y auténtica Ítaca. Su mujer, su perro, su hijo, sus seres queridos lo esperaban, pero si Ulises hubiera vivido en los siglos venideros seguro que también ansiaría refugiarse al calor y en la compañía de una pequeña biblioteca. No sé por qué, desde pequeño he imaginado que el auténtico hogar estaría forrado de libros que endulzarían cualquier soledad, por amarga que fuese, y que me acompañarían hasta el final. Cuando leí en los Ensayos que a Montaigne le ocurría, ya mayor, algo parecido, porque solo se sentía cómodo entre los pocos pero bien seleccionados libros de su biblioteca, en lo alto de una torre medieval de un chateau francés, me embargó la alegría del consuelo, de saber que no era el único que encontraba, en las armoniosas disposiciones de los anaqueles, la paz y la tranquilidad que todos, en el fondo, anhelamos.
Lejos del fetichismo por la palabra impresa, por el olor de las cubiertas de cuero o por el suave tacto de la letra escrita, lo que nos atrae de los libros es el tesoro de saberes, de conocimientos, historias, aventuras y vidas que guardan y que preservan a través del tiempo. Michael Ignatieff afirma en su última obra que el ser humano, siempre necesitado de consuelo, solo puede encontrarlo cuando vive plenamente con otros, cuando comparte sus inquietudes, sus esperanzas o sus desvelos. Y ese compartir lo puede hacer con sus coetáneos, sí, pero también con innumerables personas que vivieron hace décadas, cientos de años o incluso milenios, y que tuvieron las mismas inquietudes, esperanzas y desvelos que nosotros. Los libros nos permiten sentirnos parte de un todo, de una línea histórica de siglos, de una concatenación infinita de reflexiones ante idénticos hechos y desafíos que atraviesan la historia desde que Prometeo nos regaló el fuego divino. Y no hay mayor conciencia de esta compañía, de esta ausencia de soledad, que aquella que nos proporcionan las bibliotecas, esos templos laicos del consuelo y del conocimiento, altares de nuestra humana esencia.
Borges decía que siempre había imaginado “el paraíso como algún tipo de biblioteca.” Su Ítaca eran también los libros, pero los libros ordenados en una biblioteca de Babel inmortal, custodiada por un bibliotecario tan inmortal como sus inquilinos. Irene Vallejo define a las bibliotecas, en su infinito junco, como “las guaridas donde protegemos todo aquello que tememos olvidar, como los diques contra el tsunami del tiempo”. Mortales somos, a la tierra y al polvo volveremos, sí, aunque al menos tenemos el
consuelo de que nuestros actos serán recordados, de que las buenas acciones tendrán reconocimiento y de que la memoria, esa frágil compañera en vida, se perpetuará tras nuestra muerte en el milagro de la palabra escrita.
Ese fue el motivo por el que Enheduanna, una poeta y sacerdotisa sumeria, firmó por primera vez en la historia, más de mil años antes de Homero, un texto con su propio nombre. O lo que llevó a Calímaco, el primer bibliotecario, a ordenar la gran biblioteca de Alejandría. Ambos estaban guiados por el deseo de preservar la palabra, la memoria escrita de la humanidad, como calificaba Umberto Eco, justo antes de morir, a su biblioteca personal. Decía el autor italiano que la pregunta más estúpida que siempre le hacían era si había leído todos los libros que conservaba, porque la clave de la respuesta ante una biblioteca de miles de volúmenes no era la memoria, fugaz y mortal, de su lector, sino la propia biblioteca como invitación constante al conocimiento y al descubrimiento, como “memoria del mundo”.
Sí. Si Homero escribiese hoy la Odisea, seguro que junto al noble Argos y la fiel Penélope describiría, en la Ítaca a la que siempre todos quisiéramos volver, una biblioteca repleta de libros esperando, pacientemente, ser leídos. Regresemos a Ítaca

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